Tan sólo una hora puede ser suficiente para separar un mundo de otro, ese otro mundo se llama Myanmar. La pista de aterrizaje de un aeropuerto internacional como el de Yangon ya nos hacía presagiar que este país era muchísimo más pobre de lo que imaginábamos.
A la salida del aeropuerto nos esperaban decenas de hombres con rostros bien oscuros de piel y ojos profundamente negros con su típico Longyi (tela enrollada a la cintura tipo falda) rodeándonos para que eligiéramos su taxi.
Un olor nos vino a la mente haciéndonos recordar que ese olor ya lo teníamos en nuestra memoria olfativa, ese olor era similar al de la primera vez que olimos India y quien haya estado allí ya sabe que que hablamos.
Al final después de unas cuantas vueltas llegamos a la conclusión que era imposible ir al centro de la ciudad por medio de transporte local así que junto a Tomi, un chico Finlandés cansado de su hostil clima, tomamos un taxi juntos hasta el centro de la ciudad por seis dólares.
Nada más bajar del taxi, un calor aplastante mezclado con contaminación y otros tantos locales con cara de indios nos daban la bienvenida y nos ofrecían desde hoteles hasta cambio de dinero con tal de conseguir unos kyats para su bolsillo de unos de los pocos turistas que visitan a diario esta ciudad antigua capital del estado.
Caminábamos mientras todas las miradas de la calle iban directas a nosotros con esos ojos de un negro profundo que parece no haber perdido nada de su esencia. Nada como una pequeña sonrisa para ser devuelta con creces.
Mientras caminábamos por las calles que conducían hasta nuestro hostal cientos de personas caminaban como hormiguitas de allá para acá con cestos sobre sus cabezas siempre con su mirada cruzádose con la nuestra.
De repente dejaron de existir las aceras o las papeleras o cualquier indicio de vida ordenada y todo ésto se sustituía ante nuestros ojos por grandes agujeros por todos los lados donde se podía ver y oler el agua de las cloacas repletas de restos de comida y demás basura.
No había ni un solo hueco de acera que no estuviera ocupada por algún puesto de fruta, zumos de caña y muchos otros puestos de comida indetectable e indescriptible.
Mientras el resto de miradas nos seguían, las nuestras se iban inevitablemente hacia el suelo para intentar no meter la pierna en alguno de los tantos agujeros hacia las cloacas.
En ese mismo momento Maider y yo nos miramos y dijimos... "Bienvenidos a Myanmar" con unas risitas una mezcla de curiosidad e incertidumbre, no por la miseria que se veía sino porque todo prometía ser lo que buscamos, esa autenticidad que el turismo bien seguro no ha podido robar, más que nada porque en nuestros días en Yangon sólo vimos 3 ó 4 personas extranjeras.
Por la tarde, después de descansar y ducharnos 2 ó 3 veces salimos cuando el sol cae, a eso de las 18h cuando los puestos de día sustituyen a los de la animada noche.
Este es otro momento curioso en este tipo de lugares porque todo el mundo sale por la oscuridad de sus calles sólo iluminadas por los puestos de comida, los coches y buses que recorren sus calles.
Entonces las miradas se vuelven más oscuras pero no sabemos como explicar sentimos mucha tranquilidad caminando por cualquier lugar. Mucha gente nos saluda y nos sonríe, otros esperan a que lo hagamos nosotros antes de hecerlo ellos.
Los padres que caminan con sus hijos por la calle les dicen que nos saluden cuando a penas levantan un palmo del suelo y ellos lo hacen con su característico estilo birmano.
Yangon es una ciudad con una mezcla racial increíble y donde la comida india tiene una gran importancia en la ciudad. Puedes caminar y encontrar mezquitas, iglesias y templos hindús en una misma calle y los edificios parecen que hayan sido bombardeados por el paso del tiempo sin haberles dado ni una sola reforma por lo que todo está repleto de un aire colonial inglés muy muy muy decadente.
Fijaros si es decadente que hasta crecen plantas y árboles entre las grietas de los edificios, pero todo el mundo sigue sus ajetreadas y pauperrimas vidas día a día en esta antigua capital de estado.
Yangon tiene el mayor centro de peregrinación birmano budista del país, llamado Shwedagon Paya.
La entrada es gratuita para los birmanos pero de 5 dólares para los turistas. Está compuesta por una estupa principal y otras 82 construcciones a su alrededor, todas ellas de un dorado infinito. La estupa pricipal, en forma de campana tiene incrustada más de 5.000 diamantes y otras 2.000 piedras preciosas. El gran recinto que componen todas estas construcciones se debe pisar descalzo por lo que los días con mucho sol te quemas los pies del calor del suelo. Cada una de las construcciones que rodean la gran estupa contien un Buda particular adjudicado a cada persona según su año de nacimiento... a nosotros nos ayudó a encontrarlo un monje budista que caminaba por el templo.
El estado de los hoteles y restaurantes no es el que hemos visto por el resto de Asia pero ello también indica que bien seguro esto se suplirá por autenticidad de uno de los países más pobre que hemos visitado.
A la salida del aeropuerto nos esperaban decenas de hombres con rostros bien oscuros de piel y ojos profundamente negros con su típico Longyi (tela enrollada a la cintura tipo falda) rodeándonos para que eligiéramos su taxi.
Un olor nos vino a la mente haciéndonos recordar que ese olor ya lo teníamos en nuestra memoria olfativa, ese olor era similar al de la primera vez que olimos India y quien haya estado allí ya sabe que que hablamos.
Al final después de unas cuantas vueltas llegamos a la conclusión que era imposible ir al centro de la ciudad por medio de transporte local así que junto a Tomi, un chico Finlandés cansado de su hostil clima, tomamos un taxi juntos hasta el centro de la ciudad por seis dólares.
Nada más bajar del taxi, un calor aplastante mezclado con contaminación y otros tantos locales con cara de indios nos daban la bienvenida y nos ofrecían desde hoteles hasta cambio de dinero con tal de conseguir unos kyats para su bolsillo de unos de los pocos turistas que visitan a diario esta ciudad antigua capital del estado.
Caminábamos mientras todas las miradas de la calle iban directas a nosotros con esos ojos de un negro profundo que parece no haber perdido nada de su esencia. Nada como una pequeña sonrisa para ser devuelta con creces.
Mientras caminábamos por las calles que conducían hasta nuestro hostal cientos de personas caminaban como hormiguitas de allá para acá con cestos sobre sus cabezas siempre con su mirada cruzádose con la nuestra.
De repente dejaron de existir las aceras o las papeleras o cualquier indicio de vida ordenada y todo ésto se sustituía ante nuestros ojos por grandes agujeros por todos los lados donde se podía ver y oler el agua de las cloacas repletas de restos de comida y demás basura.
No había ni un solo hueco de acera que no estuviera ocupada por algún puesto de fruta, zumos de caña y muchos otros puestos de comida indetectable e indescriptible.
Mientras el resto de miradas nos seguían, las nuestras se iban inevitablemente hacia el suelo para intentar no meter la pierna en alguno de los tantos agujeros hacia las cloacas.
En ese mismo momento Maider y yo nos miramos y dijimos... "Bienvenidos a Myanmar" con unas risitas una mezcla de curiosidad e incertidumbre, no por la miseria que se veía sino porque todo prometía ser lo que buscamos, esa autenticidad que el turismo bien seguro no ha podido robar, más que nada porque en nuestros días en Yangon sólo vimos 3 ó 4 personas extranjeras.
Por la tarde, después de descansar y ducharnos 2 ó 3 veces salimos cuando el sol cae, a eso de las 18h cuando los puestos de día sustituyen a los de la animada noche.
Este es otro momento curioso en este tipo de lugares porque todo el mundo sale por la oscuridad de sus calles sólo iluminadas por los puestos de comida, los coches y buses que recorren sus calles.
Entonces las miradas se vuelven más oscuras pero no sabemos como explicar sentimos mucha tranquilidad caminando por cualquier lugar. Mucha gente nos saluda y nos sonríe, otros esperan a que lo hagamos nosotros antes de hecerlo ellos.
Los padres que caminan con sus hijos por la calle les dicen que nos saluden cuando a penas levantan un palmo del suelo y ellos lo hacen con su característico estilo birmano.
Yangon es una ciudad con una mezcla racial increíble y donde la comida india tiene una gran importancia en la ciudad. Puedes caminar y encontrar mezquitas, iglesias y templos hindús en una misma calle y los edificios parecen que hayan sido bombardeados por el paso del tiempo sin haberles dado ni una sola reforma por lo que todo está repleto de un aire colonial inglés muy muy muy decadente.
Fijaros si es decadente que hasta crecen plantas y árboles entre las grietas de los edificios, pero todo el mundo sigue sus ajetreadas y pauperrimas vidas día a día en esta antigua capital de estado.
Yangon tiene el mayor centro de peregrinación birmano budista del país, llamado Shwedagon Paya.
La entrada es gratuita para los birmanos pero de 5 dólares para los turistas. Está compuesta por una estupa principal y otras 82 construcciones a su alrededor, todas ellas de un dorado infinito. La estupa pricipal, en forma de campana tiene incrustada más de 5.000 diamantes y otras 2.000 piedras preciosas. El gran recinto que componen todas estas construcciones se debe pisar descalzo por lo que los días con mucho sol te quemas los pies del calor del suelo. Cada una de las construcciones que rodean la gran estupa contien un Buda particular adjudicado a cada persona según su año de nacimiento... a nosotros nos ayudó a encontrarlo un monje budista que caminaba por el templo.
El estado de los hoteles y restaurantes no es el que hemos visto por el resto de Asia pero ello también indica que bien seguro esto se suplirá por autenticidad de uno de los países más pobre que hemos visitado.
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